41. LOS FORJADORES DE IDEALES: La moral del genio

18.04.2025

IV.—La moral del genio.

El genio es excelente por su moral, ó no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. Su conducta es inflexible respecto de los ideales servidos por su aptitud genial. Si busca la Verdad, todo sacrifica á ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fué en Leonardo y en Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto de su ideal: la inmoralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. Ameghino ignoró las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia buscó la verdad, tal como la concebía; ese afán le bastó para vivir. Nunca tuvo alma de funcionario. Sobrellevó heroicamente su pobreza sin asaltar el presupuesto, sin vender sus libros á los gobiernos, sin vivir de comisiones oficiales, ignorando esa técnica que simula el mérito para medrar á la sombra del Estado. Fué y vivió como era, buscando la Verdad y decidido á no torcer un milésimo de ella. El que puede domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.

Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo rebaja, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ese no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. Sarmiento no transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria á todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda su nación y de todo el continente; tiene sinceridades que dan escalofríos á los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tan personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera los errores ajenos, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, escribiendo páginas que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin compartir los prejuicios religiosos y sectarios de fanáticos que le acosan con furor, de todos los costados. Tal fué la culminante moralidad del gran americano; Sarmiento cultivó en grado sumo las más altas virtudes públicas, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la preocupación de la mediocridad.

Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos á los grandes, los cercanos á los remotos, los concretos á los abstractos. Entonces los espíritus estrechos les suponen desamorados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo á sí mismo, á su familia, á su camarilla, á su facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad, la Patria ó la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender á su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina ó por un ideal.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar á una era necesitan amar su Ideal y transformarlo en pasión: «Golpea tu corazón, que en él está tu genio», escribió Stuart Mill antes que Nietzsche. La cultura no entibia á los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos á concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan á perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo para agrandarse á sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas é intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúlo persigue á los cristianos, con saña proporcionada á su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, discute y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: es un misticismo que respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas ó mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror á la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas fueron ajenas á Sarmiento y Ameghino: sabían que nada hay más extraño á la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo es de siervos. La fe es llama que enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente á la marea niveladora que amenaza por todos los puntos del horizonte, en las mediocracias contemporáneas, todo homenaje al genio es un acto de fe: sólo de él puede esperarse el perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismos, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia á los espíritus originales, conviene fomentar su culto: robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la más honda emoción lírica, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando á admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propicios á su advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos y fuerza es que mueran los venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la fantasmagoría de lo divino: el ejemplo de los genios. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas é investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.