40. LOS FORJADORES DE IDEALES: El genio revelador

18.04.2025

III.—El genio revelador: Ameghino.

Sabio y filósofo, Ameghino fué pupila que supo ver en la noche, antes de que amaneciera para todos. Creó: fué su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó en su clima y á su hora. Por singular coincidencia ambos fueron maestros de escuela, autodidactas, sin título universitario, formados fuera de la urbe metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos á todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio florece mejor en las montañas solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósfera natural; se agosta en los invernáculos del Estado, en sus universidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias fósiles y en su funcionarismo jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El genio nunca ha sido una institución oficial.

Su vasta obra, en nuestro continente y en nuestra época, tiene caracteres de fenómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da en juntar huesos de fósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por arrancar á esos mudos testigos la historia de la tierra, de la vida, del hombre, como si obrara por predestinación ó por fatalidad?

Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superficie terrestre contiene una fauna fósil comparable á la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque otrora le habría faltado el asidero de las doctrinas darwinistas que le sirven de fundamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual del país no fué propicio á ello hasta que lo fecundó el apostolado de Sarmiento; y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tan alto grado su aptitud para la observación y el análisis, su capacidad para la síntesis y la hipótesis, su resistencia para el enorme esfuerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas las mediocres vanidades que hacen del hombre un funcionario, pero matan al pensador?

Ninguna convergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son fuerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes ó después, pero en dominarlas radica la realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo: crece á la sombra de la envidia ajena. La mediocridad puede conspirar contra él, movilizando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extraviarse, dionisíacamente seguro. El genio no fracasa nunca. El que no ha creado no es genio, no llegó á serlo, fué una ilusión disipada. No quiere esto decir que viva del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es fatal, á pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas veces el hombre genial vacila y se interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los envidiosos ó cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina ó se desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando descubre una verdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando amonesta á los envilecidos diríase que refulge en su frente la soberanía de una generación.

Firme y serena voluntad necesitó Ameghino para cumplir su función genial. Pero nada puede crearse sin materia y sin energía: sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que valgan ó duren. La imaginación no basta para dar vida á la obra: la voluntad la engendra. En este sentido—y en ningún otro—el desarrollo de la aptitud nativa requiere «una larga paciencia» para que el ingenio se convierta en talento ó se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un valor moral y son algo más que objetos de curiosidad: «merecen» la admiración que se les profesa. Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esfuerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintivos é inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es el aliado del genio; el trabajo completa las iniciativas de la inspiración. Los que han sentido el esfuerzo de crear saben lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley, en el mármol, en la palabra. Tan magno esfuerzo explica el escaso número de obras maestras. Si la imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara virtud: la voluntad tenaz, que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los falsos corolarios de su apotegma.

Falsas doctrinas, acariciadas por mediocres, enseñan que la imaginación es superflua y secundaria, atribuyendo el genio á lo que fué virtud de bueyes en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá fosilizar su imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, intuye su Ideal: toda su vida marcha tras él, persiguiendo la quimera entrevista.

Las aptitudes esenciales son nativas y espontáneas; en Ameghino se revelaron por una precocidad de «ingenio» anterior á toda experiencia. Eso no significa que todos los precoces puedan llegar á la genialidad, ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agostarse en plena primavera; pocos perfeccionan sus aptitudes hasta convertirlas en talento; rara vez coinciden con la hora propicia y ascienden á la genialidad. Sólo es genio quien las convierte en obra luminosa, con esa fecundidad superior que implica alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultivados, como las tierras más fértiles necesitan ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esfuerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles laboriosos; no da cosechas el campo fértil no trabajado, ni las da el campo estéril por más que se le are.

Ése es el profundo sentido moral de la paradoja que identifica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma significación originaria de la palabra genio presupone algo como una inspiración transcendental. Todo lo que huele á cansancio, no siendo fatiga de vuelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse este supremo homenaje á aquél cuyas obras denuncian menos el esfuerzo del amanuense que una especie de don imprevisto y gratuito, algo que opera sin que él lo sepa, por lo menos con una fuerza y un resultado que exceden á sus intenciones ó fatigas. Para griegos y latinos «genio» quería decir «demonio»: era aquel espíritu que acompaña, guía ó inspira á cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Con la acepción que hoy se da, universalmente, á la palabra «genio», los antiguos no tuvieron ninguna; para expresarla anteponían al sustantivo «ingenio» un adjetivo que expresara su grandeza ó culminación.

No es posible proclamar genios á todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen zurdamente al hombre de genio del hombre de talento. Olvidan la aptitud inicial de ambos: el «ingenio», es decir una capacidad superior á la mediana. Presenta una gradación infinita y cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último es una perfección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis de coordinación, inaccesible al hombre mediocre, sin ser por eso equivalente á la genialidad. Rara vez la máxima intensificación del ingenio crea, presagia, realiza ó inventa; sólo entonces su obra adquiere significación social y un Ameghino asciende á la genialidad. La especie, con ser exigua, presenta infinitas variedades: tantas, casi, como ejemplares.

La contraria doctrina jamás se preocupó de distinguir entre los hombres superiores, á punto de catalogar entre los genios á muchos hombres de talento y aun á ciertos ingenios desequilibrados que son su caricatura. Ensayó Nordau una discreta diferenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuevas formas de actividad no emprendidas antes por otros ó desarrolla de un modo enteramente propio y personal actividades ya conocidas; y talento al que practica formas de actividad, general ó frecuentemente practicadas por otros, mejor que la mayoría de los que cultivan esas mismas aptitudes. Este juicio diferencial tiene en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El genio implica un desarrollo orgánico primitivamente superior; el talento adquiere por el ejercicio una integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la mayoría de los sujetos normales. Por eso entre la inteligencia y el talento sólo hay una diferencia cuantitativa, que es cualitativa entre el talento y el genio.

No es así, aunque parezca. El talento es mucho más que una mediocridad complicada; no puede ascender hasta él la inteligencia común. Implica, en algún sentido, cierta forma de «ingenio», que la educación convierte en talento de su propio género. Las mentes más preclaras, en cambio, llegarán ó no á la genialidad, según lo determinen circunstancias extrínsecas: su obra revelará si tuvieron funciones decisivas en la vida ó en la cultura de su pueblo.

En otro terreno plantea Ferri la diferencia, queriendo permanecer fiel á su escuela. Dice que el genio posee, acentuado, un franco desequilibrio ó anormalidad; su producción científica ó artística se adelanta mucho á su época; sus creaciones ó descubrimientos son profundos y radicales. El hombre de talento, en cambio, es más equilibrado y su degeneración física y mental es menor; no es un precursor decidido, sino más bien un coordinador de elementos dispersos, cuya amalgama produce un resultado nuevo, aunque sin la verdadera y profunda novedad de la ideación genial. Las conclusiones son buenas; no así las premisas. Son, sin duda, geniales: Cervantes, Miguel Ángel, Wagner, Dante, Napoleón, Sarmiento, Ameghino; son talentosos: Flaubert, Canova, Verdi, Hugo, Washington, Wallace. Existen tipos intermedios: los hombres que poseen un «talento genial», como Bismark, Mozart ó Spencer; pero eso no impide la distinción de ambos tipos. Prácticamente un vegetal difiere de un animal y un hombre de un gorila, aunque existan especies intermediarias. Ambos convienen igualmente al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprevistos horizontes.

La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Donde no hay creación no hay genio. Crear es inventar. Ya lo expresó Voltaire. El genio revélase por una aptitud inventiva ó creadora aplicada á cosas vastas ó difíciles. En la vida social, en las ciencias, en las artes, en las virtudes, en todo, se manifiesta con anticipaciones audaces, con una facilidad espontánea para salvar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una firme seguridad para no desviarse de su camino. En ciertos casos descubre lo nuevo; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, como lo definió Ampère. Ni consiste simplemente en inventar ó descubrir: las invenciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa á siglos ó generaciones, las leyes que expresan una relación entre las cosas: induce lo inesperado, señala puntos que sirven de centro á mil desarrollos y abre caminos en la infinita exploración de la naturaleza.

¿En qué consiste? ¿No es soplo divino, no es demonio, no es enfermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional á la vez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura histológica del cerebro y no de entidades fantásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enfermos y rara vez se anuncia un Ameghino.

Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y magnífica es su función de pensar. Ignórase todavía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda, modificaciones de las células nerviosas: cambios de posición de los neurones y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían conocerse las actividades moleculares y sus variables relaciones, además de la histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la actividad nerviosa, las transformaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y mientras se producen los fenómenos que acompañan á la complejísima función de pensar. Los conocimientos científicos distan de ese límite. Mientras la química y la fisiología celular permitan llegar al fin, existe ya la certidumbre de que esa, y ninguna otra, es la vía para explicar las aptitudes supremas de un Ameghino, en función de su medio.

Nacemos diferentes; hay una variadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas á la estructura y la coordinación de las células que intervienen en el pensamiento; la herencia concurre á dar un sistema nervioso, agudo ú obtuso, según los casos. La educación puede perfeccionar esas capacidades ó aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando faltan: Salamanca no las presta.

Cada uno tiene la sensibilidad propia de su histoquímica nerviosa; los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación: de todo. Es el oído lo que hace al músico; el ojo lleva la mano del pintor. El poder de concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación que corresponde á sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba; pero ella y el razonamiento, cimentado en sus datos, no crean nada superior á lo real que percibimos. La fecundidad creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento absoluto para sobreponer á la realidad algún Ideal. Cuando, pues, se define el genio como «un grado exquisito de sensibilidad nerviosa», se enuncia la más importante de sus condiciones; pero la definición es incompleta. La sensibilidad es un instrumento puesto al servicio de sus aptitudes imaginativas.

En los genios estéticos es evidente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos; no lo es menos en los genios especulativos, como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias á ella se conciben los problemas, se adivinan las soluciones, se inventan las hipótesis, se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la Paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampère y en la Cosmología de Laplace; y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, como en la política de César ó en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del «Quijote» ó un plan de campaña de Napoleón; no digamos de los sistemas filosóficos, tan absolutamente imaginativos como las creaciones artísticas. Más aún: son poemas, y su valor se mide por la imaginación de sus creadores.

En Ameghino la genialidad se traduce por una absoluta unidad y continuidad del esfuerzo, en toda la gestación de sus doctrinas, que es la antítesis de la locura. También él fué tratado como loco, sobre todo en su juventud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de vecinos y niños de su escuela, cuando le veían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros cavando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún delirio le transformara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes, sin asimilarse á ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado.

Basta leer su inmensa obra—centenares de monografías y de volúmenes—para comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes á su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca fueron elaborados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una vasta preparación; no fueron frutos de un cerebro carcomido por la herencia ó los tóxicos, sino de engranajes perfectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras previas; jamás casualidades, sino claramente previstos y anunciados.

El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es paradoja ridícula sospechar un degenerado en todo grande hombre; es absurdo suponer caídos bajo el nivel común á esos mismos que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga fases inconscientes, sería imposible sin una clarividencia de su finalidad. Antes que improvisarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno, llegando á tiempo de servir como premisa ó punto de partida para nuevas doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más evidente que en la de Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como la suprema excelsitud en su propio dominio mental. Esto no excluye que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, afectando especiales dominios; pero la capacidad para las síntesis más vastas no necesita ser desequilibrio ni enfermedad. Ningún genio lo fué por su locura; algunos lo fueron á pesar de ella; muchos fueron por la enfermedad sumergidos en la sombra.

Ameghino, como todos los que piensan mucho é intensamente, se contradijo muchas veces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias convergen á ello, el genio especulativo nace recto desde su origen, como un rayo de luz que nada tuerce ó empaña. Basta oirlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren á explicar un mismo pensamiento, á través de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativas en la trayectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino sin romper la equilibrada coherencia de la obra total: esa harmonía de la síntesis que escapa á los espíritus subalternos. Ameghino converge á un fin por todos los senderos; nada le desvía. Mira alto y lejos, va derechamente, sin las prudencias que traban el paso á las medianías sin detenerse ante los mil interrogantes que de todas partes le acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de sus velos.

La verdadera contradicción, la que esteriliza el esfuerzo y el pensamiento, reside en la deshilvanada heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viven éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con énfasis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las ortodoxias, no atreviéndose á bostezar sin metrónomo. Se contradicen forzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas lumbreras si por la simple incongruencia se calificara al genio. Para señalar el punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas ó dos generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias de la vida ordinaria, el hombre vulgar puede ser más astuto y más hábil; pero en las grandes horas de la evolución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y solamente de él.

Sería absurdo decir que la genialidad es infalible, no existiendo verdades absolutas; cien rectificaciones podrán hacerse en la obra de Ameghino. Los genios pueden equivocarse, suelen equivocarse, conviene que se equivoquen. Sus creaciones falsas resultan utilísimas por las correcciones que provocan, las investigaciones que estimulan, las pasiones que encienden, las inercias que conmueven. Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa ó verdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores, ni lo son por ellos César, Shakespeare ó Kant. En los genios que se equivocan hay una viril firmeza que los impone al respeto de todos. Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en creer firmemente un error, que en aceptar tibiamente una verdad.