39. LOS FORJADORES DE IDEALES: El genio pragmático
II.—El genio pragmático: Sarmiento.
Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración. Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando á su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.
Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, asta bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por do le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en regazos de auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir ó transmutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación á llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera á una predestinación irrevocable.
Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; presentir un ritmo de civilización cuesta más que acometer una conquista. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. Un libro es más que una intención: es un gesto. Su palabra parece bajar de un Sinaí. El hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso. En alas del austro llegan hasta él gemidos de pueblos que llenan de angustia su corazón y parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente que incuba un relampaguear de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rozas, que era también genial en su medio y en su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila á águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta. Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos, la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que siendo castizo no parece español. Sacude á todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio desvastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su actitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultuosa de infinitos ejércitos. Y su verbo es sentencia: queda mortalmente herida una era de barbarie simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan á la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos á las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnífico.
La política puso á prueba su firmeza: gran hora fué aquélla en que su Ideal se convirtió en acción. Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fué la lucha, su descanso fué pelear. Se mantuvo ajeno y superior á todos los partidos, incapaces para contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente. Ninguno, grande ó pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza. Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento á las facciones, compuestas por amalgamas de mediocres, tenía reservas y reticencias, eran simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser suyo el lema inequívoco: «las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas».
Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas ellas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morir de sed antes que abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de la civilización, tuvo siempre libres las manos para modelar instituciones é ideas, libres de cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades á puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fué también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la serena crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las aparentes contradicciones entre su conducta y su medio. Entre alternativas extremas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó á los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido á los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambió mil veces de opinión, porque nunca dejó de vivir. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser él mismo.
Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto á su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas ó forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del mediocre que se acomoda para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo á los modos de pensar y sentir que son comunes á la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fué una excepción. Había nacido «así» y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.
En horas crueles, cuando los mediocres le agredían para desbaratar sus ideales de cultura, en vano intentaría Sarmiento rebelarse á su destino. Una fatalidad incontrastable lo había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole á perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si en ello hubiera entrevisto la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas.
Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fué «inactual» en su medio; el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desequilibrio. Lo había, ciertamente: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que á sus ideales tocaba. Parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.
Tenía los descompaginamientos que la vida moderna hace sufrir á todos los caracteres militantes; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra, á pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonan los enemigos del Ideal que él representa; todo le exigen los partidarios. El equilibrio del mediocre es exiguo comparado con el del genio; aquél soporta un trabajo igual á uno y éste lo emprende igual á mil. Para ello necesita una rara fineza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, ellos trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas: parecen águilas planeantes en su atmósfera natural.
La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyeran taras psicopáticas á los hombres de genio, concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, tan cómoda para afrentar á cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado: no puede el genio consistir en adaptarse á la mediocridad.
El culto de la bestia sana redundaría en beneficio de los sujetos más insignificantes, si se aceptara la doctrina que los declara predestinados á la degeneración ó el manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si ha habido, por acaso, diez hombres excelentes, encontráronse á su lado un millón de mediocres y pobres diablos. Es evidente que los alienistas estudiarán la biografía de los diez é ignorarán la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas á hombres ingeniosos, cuando no á simples desequilibrados intelectuales que son «imbéciles con la librea del genio». Estos personajes, que viven á horcajadas sobre el muro que separa la cárcel del manicomio, son la antítesis misma del talento y del genio; su deficiente moralidad es uno de tantos estigmas de su desequilibrio.
Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos se presentan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales; se opera entre individuos diferenciados. El desenvolvimiento de una personalidad genial es una simple variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo social; gracias á ella aparecen nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia y sirven de materia á la selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso; sus discordancias son rebeliones á las rutinas de los mediocres.
Cualquier sentido se de á la palabra, locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad. Con breve razonamiento refutó Bovio á la escuela psiquiátrica. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás; la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie. En cada serie hay un término medio y un proceso lógico. Entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recto y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios é intuye la relación lejana; el loco, saltando de una serie á otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Ésa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero, en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobreentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. «La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco, es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo».
La ingenuidad de las masas ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Acogen con facilidad la insidia de los mediocres y proclaman loco al hombre mejor de su tiempo. Algunos se libran de esta etiqueta: son aquéllos cuya genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó á envejecer, sus propios adversarios aprendieron á tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando «el loco Sarmiento».
¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen á marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan á justificarse con epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún argentino ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó un diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como á ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta á vuelta, firmezas de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan á Laocoonte en la obra maestra del Belvedere, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.
El rebaño ceñía á Sarmiento por todas partes, con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida de tempestades, sembrando á todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Le ahogaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del juicio póstumo era el único lenitivo á las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su vida fué un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas.
Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores son solitarios; parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan á él para combatir ó predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente á gobernantes, sectas ó multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados por la marea colectiva, pierden ó atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio. Los prejuicios más hondamente arraigados en el individuo subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado, necesita de tiempo en tiempo mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga á una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época ó de una generación, que son su finalidad y su fuerza: cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina ó esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de la nacionalidad entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes.
Viven más altos y fuera del torbellino común, desconcertando á sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, hiriendo á unos, despreciando á otros, adelantándose á todos, sin rendirse, tenaces, como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Ésa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad de su tiempo enrostró al gran varón que honra á la raza de todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas...