38. LOS FORJADORES DE IDEALES: El clima del genio
I.—El clima del genio.
La desigualdad es fuerza y esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo ó se intuye una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su visión á la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era ó señalan una ruta: sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas.
La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendente. El hombre extraordinario asciende á la genialidad cuando encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más fecunda. La función implica el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial.
Ningún filósofo, estadista, sabio ó poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico ó inoportuno; necesita condiciones propicias de tiempo y de lugar para que su aptitud desempeñe una función. El ambiente constituye el «clima» del genio y la oportunidad marca su «hora». Sin ellos ningún cerebro excepcional puede elevarse á la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para creerla en un cerebro mediocre.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno, entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente á la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvia. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un ideal implícito en el porvenir inminente ó remoto: presintiéndolo, instituyéndolo, enseñándolo, iluminándolo, imponiéndolo.
El genio no es un azar ni una enfermedad; ni es, tampoco, un capricho intercalado en el curso de la historia. Es una convergencia de aptitudes personales y de circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia ó un credo preparan su advenimiento ó atraviesan por una renovación fundamental, él aparece, extraordinario, personificando nuevas orientaciones de los pueblos ó de las ideas. Las anuncia como artista ó profeta, las desentraña como inventor ó filósofo, las emprende como conquistador ó estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella á través del tiempo. Es rectilíneo é incontrastable porque encuentra su clima y su hora: vuela y vuela, superior á todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando á deshoras viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara á alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio. No podría serlo. Nunca.
Otorgar ese título á cuantos descuellan por determinada aptitud, significa confundir en una misma jerarquía á todos los que se elevan sobre la mediocridad; es tan inexacto como llamar idiotas á todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita. Por haberlo olvidado mueven á sonreir las estadísticas y las conclusiones de los Moreau y los Lombroso. Reservemos el título á pocos elegidos. Son animadores de una época, transfundiéndose, algunas veces, en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de su estilo, de sus ideas ó de sus obras.
La adulación prodiga á manos llenas el rango de genios á los poderosos, confundiendo con águilas los pavos. Imbéciles hay que se lo otorgan á sí mismos, desesperados por demostrar que la tortuga es ave alada. Hay una medida exacta para apreciar la genialidad: si es legítima se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.
El ingenio es una esperanza; el genio es su realización. Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán á que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso á compás del genio; pero si éste ha cumplido su obra, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.
En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos, desestimados ó escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues mejor sirven á las mediocracias reinantes; pero en la lucha por la gloria sólo se computan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. Triunfan los genios. Su victoria no está en el homenaje transitorio que pueden otorgarle ó negarle los demás, sino en sí mismos, en la capacidad para efectuar su obra ó cumplir su misión. Duran á pesar de todo, aunque Sócrates beba la cicuta, Cristo muera en la cruz, ó Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos ó de las doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo ó de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello suele fundarse cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y la voluntad.
Ninguna clasificación es justa en cuanto á la función social del genio ó á la excelencia de las aptitudes geniales. Variando el clima y la hora puede ser más ó menos fatal la aparición de uno ú otro orden de genialidad: la más oportuna es siempre la más fecunda. Conviene renunciar á toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, que no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.
Ni jerarquías ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza, encontrando su clima y llegando á su hora, es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo ó de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores: por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir ó pensar un Ideal como para predicarlo ó ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas. Así la genialidad, de simple actitud individual, deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente.
La exégesis del genio es enigmática si se limita á estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su aptitud, y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir en doctrina una superchería, dar visos de ciencia á falaces sofismas. Ni, por ésto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud, apropiada á entrambos, se desenvuelve hasta la genialidad.
El genio es una fuerza que actúa en función del medio.
Probarlo es fácil.
Dos veces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáver argentino. Fué la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; fué la segunda al cegarse en Ameghino las fuentes más hondas de la ciencia americana. Pocas tumbas, como las suyas, han visto florecer y entrelazarse á un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus organismos se hubieran encendido lámparas votivas consagradas á la glorificación eterna de su genio.
Merecen tal nombre; cumplieron una función social, realizando obra decisiva y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este continente, sin evocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador: ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el gobierno y en la enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas evolucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino; será imposible no advertir la huella de su paso, y quien lo olvide renunciará á conocer muchos dominios de la ciencia explorados por él.