20. LOS CARACTERES MEDIOCRES: La vanidad y el orgullo

18.04.2025

III.—La vanidad y el orgullo.

El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende á la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación de los demás y renuncia á juzgarse; desciende á la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser ó parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa á ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra á cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.

Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado á la mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De allí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar á igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.

En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad á la opinión de los demás. En los caracteres mediocres, conformados á las rutinas y los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que les rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone á perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste ó la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.

Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese á la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Aquéllos pueden alentar un Ideal y soñar una perfección; éstos se acomodan á lo que favorezca el éxito. Si el hombre no viviera en mesnadas, el amor propio sería dignidad en todos; lo es solamente en los caracteres firmes. Los mediocres, forzados á venerar su sombra, precipítanse en lo turbio.

Las preocupaciones igualitarias, reinantes en las mediocracias contemporáneas, exaltan á los domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra á los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, é incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran á la vida construyéndose un escenario, grande ó pequeño, bajo ó culminante, sombrío ó luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de ocupar á su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro ó presidente, la del novelista que aspira á ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos.

La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un Ideal. Éste la cristaliza en dignidad; aquéllos la degeneran en vanidad. El éxito envanece á los mediocres, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, biceps excesivos hasta la deformidad? La función hace el órgano. El «yo» es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente de fuerza. EL músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiva, por monstruosa é inútil: como la vanidad del insignificante. Ciertos hombres de genio habrían sido incompletos sin su megalomanía.

Su orgullo nunca excede á la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia guarda proporción con el mérito. Á un metro y á simple vista nadie ve la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león; lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras más densas. No pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su entusiasmo.

El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime á los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio ó una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos el orgullo es un derecho; si no los hay se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres sería más grato que no les enrostraran esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra á la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado á burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo á la marea de mediocridad que le acosa. Es aislamiento de la multitud y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.