19. LOS CARACTERES MEDIOCRES: La domesticación de los mediocres

18.04.2025

II.—La domesticación de los mediocres.

Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él las acepte á cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo. Los hombres resisten las tentaciones. Las sombras resbalan por la pendiente: si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con la mediocridad: aprenden á medir sus virtudes y á practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío les vale una desconfianza. Amoldan su corazón á los prejuicios y su inteligencia á las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la vida.

La mediocridad aborrece al digno y adora al lacayo. Gil Blas la encanta; simboliza al «hombre práctico» que de toda situación saca partido y en toda villanía tiene provecho. Persigue á Stockmann, el enemigo del pueblo, con tanto afán como pone en admirar á Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le encumbra favorito en las cortes. Es un hombre de corcho: flota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido, ingrato, hipócrita, traidor, curandero: tan varios encenagamientos no le impiden ascender hasta la piara y otorgar sonrisas desde esa cumbre. Es perfecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.

El buen lenguaje clásico llamaba doméstico á todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente «Discurso sobre la servidumbre voluntaria», escrito por La Boétie en su adolescencia y transmitido á la gloria por el admirativo elogio de Montaigne. Desde él hasta Sergi, miles de páginas fustigan la subordinación á los dogmatismos sociales, el acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias, la disciplina ciega á la imposición colectiva, el homenaje decidido á todo lo que representa el orden vigente, la sumisión sistemática á la voluntad de los poderosos: todo lo que refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el servilismo.

Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su «firmeza» los sostiene; su «luz» los guía. Las sombras degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. La mediocridad es un préstamo hecho por la grey al individuo; la originalidad es una virtud intrínseca. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adversidad, amando y despreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis: el carácter. Las sombras ignoran esa unidad de conducta que permite prever el gesto en todas las ocasiones.

Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y della manan todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores y éstos describen como naturalistas. Es una síntesis: hay que insistir en ello. El carácter es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parece depender exclusivamente de condiciones intelectuales. Vano error: su conducta es el trasunto de cien otros factores. Pensar es vivir. Los nobles aleteos serían imposibles sin una organización sistemática de su moral y su voluntad, haciendo converger á su objeto los más vehementes anhelos de perfección humana. El investigador de una verdad se sobrepone á la sociedad en que vive: trabaja para ella y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con el rebaño conserva libres el corazón y el cerebro, mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se domestica.

Gil Blas medra entre los hombres desde que el rebaño humano existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos, envueltos en sublime desdén, han enfestado contra los temperamentos serviles: «Lorenzaccio» estruja con palabras ilevantables la cobardía de los pueblos avenidos á la servidumbre. Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente fustigado, tiene un disector elocuentísimo en Palante: exhibe las solidarias complicidades con que los mediocres resisten las iniciativas de los originales, agrupándose en modos diversos según sus intereses de clase, jerarquía ó funciones.

Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron caracteres serviles. Vencido, no lo mataban: lo hacían trabajar en provecho propio. Uncido al yugo, tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase bajo coyundas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos—dice la historia—fueron rebeldes ó alcanzaron dignidades: su rebeldía fué siempre un gesto de animal hambriento y su éxito fué el precio de complicidades en vicios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, practicaron la deslealtad y la ingratitud: tornáronse despóticos, desprovistos de ideales que los detuvieran ante ninguna infamia, como si quisieran con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente. Gil Blas fué el más bajo de los favoritos.

El tiempo y el ejercicio adaptan á la vida servil. El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo individual. El quitamotas Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacayo y da rienda suelta á bajos instintos.

La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de siervos la trae acentuada, según Aristóteles. Hereda hábitos serviles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las vidas iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de siervos, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas ó en las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran despreciados por sus amos.

Esto se repite en cuantos países hubieron una raza esclava inferior. Es legítimo. Con humillante desprecio son mirados los mulatos y mestizos, descendientes de antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclavitud; su afán por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es justo. Así como el antiguo esclavo tornábase vanidoso é insolente si trepaba á cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos contemporáneos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores que hartan los apetitos acumulados en domesticidades seculares.

La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan domésticos como los esclavos; la revolución francesa dió libertad política á sus descendientes, más no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués merece el desprecio del aristócrata, más que el odio del proletario aspirante á la burguesía; no hay peor jefe que el antiguo asistente, ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son lógicas al desdeñar á los advenedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas.

Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia étnica ó social, son bien vistas por las mediocracias contemporáneas, que nivelan políticamente al servil y al digno. Ha variado el nombre, pero la cosa subsiste: la domesticación de los mediocres se continúa en las sociedades modernas. Lleva más de un siglo la abolición legal de la esclavitud ó la servidumbre; los países no se creerían civilizados si la conservaran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo, por temperamento ó por mediocridad de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como á la querencia los animales extraviados. La psicología gregaria no se transmuta declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la fraternidad son ficciones que halagan á los espíritus mediocres, sin redimirlos de su mediocridad. Hay inclinaciones que sobreviven á todas las leyes igualitarias y hacen amar el yugo ó el látigo. Las leyes no pueden dar hombría á la sombra, carácter al amorfo, dignidad al envilecido, iniciativa á los imitadores, virtud al honesto, intrepidez al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia, los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican.

En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no dice nada sobre su mañana; obran á merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone á flote sus atavismos de salvaje y de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elevarse á la honesta condición de animales de rebaño.

Á otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación domesticadora. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presa de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la mediocre honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse á las convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar á la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos.

El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña á odiarlo, imponiéndolo precozmente, como una ignominia desagradable ó un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre ó por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja actividad moderna toléranse las voluntades claudicantes: sus incongruencias quedan veladas mientras sus actos se refieren á los vulgares automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga á buscar una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios intrínsecos.

Esos degenerados son indomesticables.

Los mediocres, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana pronunciar otras á voz en cuello. En las mediocracias todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos á los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente. Una atmósfera tibia entorpece al que cede por vez primera á la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito. Los mediocres no pueden evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar las desviaciones leves, sin advertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja rastro, en los mediocres aran un surco por donde se facilita la recidiva. Ésa es la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como á Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cayendo como el agua en las cascadas, á saltitos, de pequeñez en pequeñez, de flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden á la necesidad de ocultarla con otras; los espíritus mediocres no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan á ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestros para avanzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marcha de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan, borrándose toda creencia y empañándose la dignidad. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos á su imagen y semejanza.

Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las acechanzas que las mediocracias siembran en su camino. Cuando han cedido á la tentación quedan cebados, como las fieras que conocen el sabor de la sangre humana.

Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales. Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso á los ungidos y con el arma filosa para agredir al que encarna una innovación. El panurgismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuyo respeto exige de todos.

Es incalculable la infinitud de gentes domésticas que nos rodea. Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso á su capricho, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realízase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial, los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de funcionarismo. Los mediocres no resisten; ceden á esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo á la prebenda que estremece su estómago ó nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan el favor y mañana le manejarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen á ella voluntariamente, por vocación implícita en su flaqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varía con el rango y se traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan.

Alentando á Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es preferida á la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar á un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud es un ultraje á las costumbres...

Las sombras, cubiertas de moho igualitario, viven con el anhelo de castrar á los caracteres firmes y decapitar á los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles ó tener cerebro. La falta de virilidad es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta á ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contrabando peligroso, obligados á disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza á despertar recelos, el arrebañamiento es grave; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado á sus extremos.