18. LOS CARACTERES MEDIOCRES: Hombres y sombras
I.—Hombres y sombras.
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre ó de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos á su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra é ignorando su personalidad. Nunca llegan á individualizarse; ignoran el placer de exclamar «yo soy», frente á los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga á borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre á embadurnarse de otros. Apuntalan todas las rutinas y prejuicios consolidados á través de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando á favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Flotan porque saben adaptarse á la hipocresía social, como tenias en una entraña.
Son refractarios á todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan «honores» y alcanzan «dignidades», en plural; han inventado el inconcebible plural del honor y la dignidad, por definición singulares é inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey. Su existencia es el accesorio de focos que la proyectan; carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.
Los caracteres excelentes ascienden á la propia dignidad, nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo acosan y contrastan. Frente á los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es toda brillo y arista:
Firmeza y luz, como cristal de roca,
breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto ó la Bruyère. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en su ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales á sus afectos, fieles á su palabra. Nunca se obstinan en el error, sin traicionar por ello á la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota: como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optímates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral, sirviéndoles de esqueleto ó de armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. La multitud mediocre los teme, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adora con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir á la masa y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea ó una pasión los hace inadaptables á su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los pensamientos de su rebaño, parecen pertenecer á mundos distintos. Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella ó no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos lo que es, inconfundiblemente. De igual manera el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima social le es propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, á la manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes á sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan ó las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica ó piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles á las coerciones del medio en que viven, incapaces de servir una fe ó una pasión.
Las creencias son el esqueleto del carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del amor. Nace, en parte, con nosotros: el temperamento. Se educa después: la experiencia. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados á conservar su línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan á los demás hasta desfigurarse, domesticándose. El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente á sus creencias; si es «firmeza y luz», como dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos de su cultura y la luz en su elevación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la febledad del carácter depende tanto de la mediocridad moral como de aquéllos, ó más. Sin algún ingenio es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto de la realidad; son simples juicios á su respecto, susceptibles de ser corregidos ó reemplazados. Son nuestras verdades actuales; cada verdad es una opinión contingente y provisoria. Todo juicio implica una afirmación; el juicio negativo es una creencia, lo mismo que el afirmativo. Toda negación es, en sí misma, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma ó se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la duda. Para afirmar ó negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; luchar es creer; vivir es creer.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser evidentes: creemos con anterioridad á todo razonamiento y cada nueva noción es adquirida á través de creencias ya preformadas. La duda debiera ser más común, faltándonos criterios de certidumbre absoluta; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión á lo que se presenta á nuestra experiencia. La manera espontánea de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles á todos los errores, juguetes frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía á los bajeles sin gobierno. Sus creencias son como los clavos, que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco á poco, á fuerza de observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por el rebaño al individuo: la amplitud del saber permite á los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale á no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo ó inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que las engendran, más ó menos conformes á la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la forma natural de pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite á los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente. Sus actos son ágiles y rectilíneos, pueden preveerse en cada circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre á que custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás. Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas realizar. Han sabido pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.
Las creencias del hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta á los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias se transforman por una nueva experiencia y al calor de más profundas meditaciones. Las creencias de la sombra son surcos arados en el agua, incapaces de resistir el roce de la ola más blanda; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y sus cambios obedecen á solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las sombras acomodan las propias á sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta última palabra equivaldría á desequilibrio ó desvergüenza; muchas veces á traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: «Iudicaberis ex operibus vestris», seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras.