35. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA: Las sombras del crepúsculo

18.04.2025

I.—Las sombras del crepúsculo.

Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario—Tiberio ó Facundo—y del genio transmutador—Marco Aurelio ó Sarmiento. El genio crea instituciones y el bárbaro las viola: los mediocres las respetan, impotentes para forjar ó destruir. Esquivos á la gloria y rebeldes á la infamia, se reconocen por una circunstancia inequívoca: sus cubicularios más propincuos no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adversarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin flagrante injusticia. Son perfectos en su clima; sosláyanse en la historia á merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equívocas jerarquías militares, por opacos títulos universitarios ó por la almidonada improvisación de alcurnias advenedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al vuelo de un condor ni á la reptación de una serpiente.

Todas las piaras inflan algún ejemplar predestinado á posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones ó sus voracidades, sus fanatismos ó sus vicios, sus prudencias ó sus hipocresías. No son privilegio de tal casta ó partido: su liviandad alcornocal flota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su clima, son irresponsables: ayer de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes, siempre, de ajenas voluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus favoritos, nombran los reyes sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: en las monarquías absolutas, en las repúblicas oligárquicas y en las demagogias parlamentarias. Siempre que desciende la temperatura espiritual de una raza, de un pueblo ó de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los seniles. Las mediocracias evitan las cumbres y los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juventud; adoran á los que nunca podrán volar ó tienen ya las alas enmohecidas.

Adventicias jaurías de mediocres, vinculadas por la trahilla de comunes apetitos, osan llamarse partidos. Rumian un credo, fingen un ideal, atalajan fantasmas consulares y reclutan una hueste de lacayos. Eso basta para disputar á codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora su mentira, erigiéndola en dogma infalible. Los tunantes suman esfuerzos para enaltecer la prohombría de su fantasma: llámase lirismo á su ineptitud, decoro á su vanidad, ponderación á su pereza, prudencia á su pusilanimidad, fe á su fanatismo, ecuanimidad á su impotencia, distracción á sus vicios, liberalidad á su briba, sazón á su marchitez. La hora los favorece: las sombras se alargan cuanto más avanza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega á muchos, acallando toda veraz disidencia. De esas baraúndas mediocráticas salen á flote unos ú otros arquetipos, aunque no siempre los menos inservibles.

La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la común vergüenza. Las oligarquías mediocráticas ofrecen á diario el espectáculo. Un distinguido publicista, que vive sus intimidades,—J. M. Ramos Mexía—lo describe en imprudente agua fuerte: «La causa de la persistente notoriedad y del relativo éxito que, en la vida, suelen tener ciertos grupos de mediocres, consiste en propiedades de fácil articulación de los unos con los otros, resultando una firmeza de columna vertebral y constituyendo verdaderos mecanismos de nutrición colectiva. Así asociados, y á pesar de su inferioridad mental, no necesitan de ningún aparato de perfeccionamiento para adquirir el sentido de las conveniencias vitales.»

Viven durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos ó en prestigios mundanos, echándolos como agraz en el ojo á los inexpertos. Mientras yacen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del Poder, aspirando á cometerlos en beneficio propio. En la mala racha, los facciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ayuno disminuya la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima de De Maistre: «Savoir attendre est le grand moyen de parvenir», glosada como virtud suprema de los arquetipos: el «don de espera», que los expone á alelarse en una vejez almibarada.

La paciente expectativa converge á la culminación de los menos inquietantes. Rara vez un hombre superior los apandilla con muñeca vigorosa, convirtiéndolos en comparsa que medra á su sombra; cuando les falta ese dominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuyo sol se extingue. Todos se confabulan entonces, en tácita transacción, prestando su hombro á los que pueden aguantar más alabanzas en justa equivalencia de méritos ambiguos. El grupo los infla con solidaridad de logia; cada cómplice conviértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno. Su armazón es simple convergencia de ocultas debilidades: «Una cierta tendencia asociativa duplica sus fuerzas. En virtud de la ley por la cual los semejantes buscan á los semejantes, todo mediocre se siente atraído por su homónimo mental. De allí procede ese género de epidemicidad de la insignificancia intelectual que suele hacer estragos en la sociedad en ciertas épocas de calamitosa incultura. Para ese ambiente el talento deja de ser un valor real; la imitación, que es más chillona y alegre, halaga el sentido embotado de las muchedumbres, mucho más que la realidad discreta. En tales circunstancias, la solución no está en tener talento ó cualidades de otro género, sino al contrario, en no tenerlas para poder subir: aptitudes defensivas y aquel poder de mimetismo concurrente que hace de la vida un carnaval solemne, en el cual los inútiles aprovechan de su accidental cotización para aplastar con su vientre la excelsitud del cerebro alado; tanto más fácilmente cuanto que la miope simplicidad popular confunde á menudo las anfractuosidades del intestino con las circunvoluciones cerebrales».

Compréndese la arrevesada selección de las facciones oligárquicas y el pomposo envanecimiento del «pavo» que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purificarlo de toda mancha pecaminosa, intentan obstruir la verdad llamando romanticismo á su reiterada incompetencia para todas las empresas, orgullo á su vanidad, idealismo á su acidia. El tiempo disipa el equívoco devolviendo su nombre á esos dos vicios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero el primero es la antítesis de la vanidad y el segundo lo es de la acidia.

Repujados los prohombres de hojalatería, acaban de azogarles con demulcentes crisopeyas. Orificando las caries de su dentadura moral, sus lacras llegan á parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la virtud, declaran prescritas sus viejas pústulas: incondicionalismos para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos infortunios de donjuanismo epigramático. Sus labios abrévanse en aquella agua del Leteo que borra la memoria del pasado; no advierten que después de chapalear en el vicio todo puritanismo huele á encima, como los guantes que pasan por el limpiador.

Donde medran oligarquías bajo disfraces democráticos, prosperan esos pavorreales apampanados, tensos por la vanidad: un travieso los desinflaría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no significa alígero; nunca fué la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus venas una linfa tontivana, propia en estirpe de pavos y quintaesenciada en el real, simbólica ave que suma candorosamente la zoncería y la fatuidad. Son termómetros morales de ciertas épocas: cuando la mediocridad incuba pollipavos no tienen atmósfera los aguiluchos. El memo llega á parecer omniscio y adquiere los ornamentos necesarios para advenir al poder: entrégase á ejercitarlo como un tartamudo á quien confiaran la declamación de un poema.

La resignada mansedumbre explica ciertas culminaciones mediocráticas: el porvenir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de alguien. Huyen para agrandarse. Con muchos lustros de andar á la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inveterada pusilanimidad que rehuye escaramuzas con enemigos que le han humillado hasta sangrar. No hay virtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofrecida á su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor gauchesco de los coroneles americanos, ni se parece al gesto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vagamundean con el «don de espera del batracio optimista», de que habla su biógrafo. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén exceda á la ofensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad del arco: la firmeza moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla.

En vano los arquetipos interrumpen sus humillados silencios con inocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tartamudeada, ó no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan á sostener la reputación con que los exornan: desertan el parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer la estrategia de los empresarios de su fama.

Complétase la inflazón de estos aerostatos confiándoles subalternas diplomacias de festival, en cuya aparatosidad suntuaria pavonean sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanle algún talento diplomático ó perspicacias internacionalistas, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más contiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías reinciden, esperando que los tontos acertarán un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante la nación más hermana, su casuística de sacristía envenena hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos.

Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de los ingenuos y captar la confianza de los rutinarios. «Si el defensivo puede agregar á su solemnidad y á su silencio la colaboración de la calumnia biográfica, tan útil y tan benéfica cuando procede de amigos interesados, el «aparato» se completa á maravilla y sus efectos transcendentales escapan á los límites de la vida privada; los simples goces de la canonjía subalterna se dilatan hasta la celebridad mundial y sobre el erial de su mente franciscana, esos amigos calumniadores levantan enormes fábricas, monumentos de arquitectura híbrica...» Plutarquillos bien rentados transforman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuficiencia del disfraz. Ni el pavo parece águila ni corcel la mula: se les reconoce al pasar, viendo su moco eréctil ú oyendo el chacoloteo de su herradura.

Su gravitación negativa seduce á los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no faltan á misa, ¿qué más? Cuando las facciones forjan tal Fénix, lo encumbran como su símbolo perfecto. Poseen cosméticos para sus fisonomías arrugadas: la grandílocua rancidez de programas á cuyo pie buscaríase de inmediato la firma de Bertoldo, si los vastos soponcios no traslucieran prudentes reticencias de Tartufo. Es preferible que estén cuajados de vulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más á los mediocres. Un programa abstracto es perfecto: parece idealista y no lastima las ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, noventa y nueve mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativa. Todo ello, si no es desvergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora; simula decir mucho y no significa nada. El miedo á las ideas concretas ocúltase bajo el antifaz de las vaguedades cívicas.

No se avergüenzan de escalar el poder á horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan á toda villanía que converja á su objeto: cuando hablan de civismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el vicio, por el simple hecho de aprovecharlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para aprovechar á los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. «No puede ser virtuoso el engendrado en un vientre impuro», dicen las escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos é implicándose en mañas de estercolero, sufriendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose á sí mismos para hartar la acucia de toda una vida, no pueden redimirse del pecado original, aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar al maleficio de sus Mefistófeles.

El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las facciones oligárquicas. Para prevenirse de achaques indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo de los curiosos. Mantiénense ajenos á todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo: en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido por cohortes que medran.

Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconfundibles con las piaras democráticas. Ninguna multitud es pueblo: no lo sería la unanimidad de los mediocres. Aparece en los países que un ideal convierte en naciones y reside en la convergencia moral de los que sienten la patria más alta que las oligarquías, los partidos y las sectas. El pueblo—antítesis de todos los rebaños—no se cuenta por números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; frente á las huestes domesticadas ó fanáticas ese único hombre libre, él solo, es todo: pueblo y nación y raza y humanidad.