37. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA: La mortaja de la insignificancia
III.—La mortaja de la insignificancia.
Las mediocracias niegan á sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo vacila y su cerebro se apaga: quieren al inservible ó al romo. Hombres repudiados en la juventud, son consagrados en la vejez: á esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen á los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio á la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan á momificarse en vida.
Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco á poco el carcamal huye de sus residencias naturales y se aisla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidos escenarios oligárquicos: vidrieras donde los pavorreales pueden exhibir los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el zahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por cubrirlos de lubrificantes. Las apologías se redoblan á medida que ellos van desapareciendo, disueltos como enormes azucarillos.
El crepúsculo sobreviene implacable, á fuego lento, gota á gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad pieza por pieza, demostrándola á los más empecinados, á los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento.
Son sombras al servicio de sus huestes contiguas. Aunque no vivan para sí tienen que vivir para ellas, mostrándose de lejos para atestiguar que existen, y evitando hasta la ráfaga de aire que podría doblarlos como á la hoja de un catálogo abandonado á la intemperie.
Aunque desfallezcan no pueden abandonar la carga; en vano el remordimiento repetirá á sus oídos las clásicas palabras de Propercio: «Es vergonzoso cargarse la cabeza con un fardo que no puede llevarse: pronto se doblan las rodillas, esquivas al peso» (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclavitud: deben morir en ella, si es menester, custodiados por los cómplices que alimentaron su vanidad.
Las casas de gobierno pueden ser su féretro; las facciones lo saben y se disputan sus vices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen en la historia. Sus descendientes y beneficiarios esfuérzanse en vano por alargar su sombra y vivir de ella.
Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola crónica para borrar las adulaciones de los palaciegos, en vano acendradas en la hora fúnebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo referirse á lo que fueron, atrévense á elogiar lo que pudieron ser..., creen que muere una esperanza, como si ésta fuera posible en organismos minados por las carcomas de la juventud y los almibaramientos de la vejez.
Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocridad las tira como viejos naipes cuyas cartas ya están marcadas por los tahures, entrando á tallar con otros nuevos, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos á la partida cuyas trampas ignoran, se apartan de todas las piaras, esperando otro clima ó preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando á los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos.