28. LA VEJEZ NIVELADORA: La bancarrota de los ingenios

18.04.2025

III.—La bancarrota de los ingenios.

Este cuadro no es exagerado ni esquemático. La marcha progresiva del proceso impide advertir esa evolución en las personas que nos rodean; es como si una claridad se apagara tan de á poco que pudiera llegarse á la obscuridad absoluta sin advertir en momento alguno la transición.

Á la natural lentitud del fenómeno agréganse las diferencias que él reviste en cada individuo. Los mediocres, que sólo llegan á adquirir un reflejo de la mentalidad social, poco tienen que perder en esta inevitable bancarrota: es el empobrecimiento de un pobre. Y cuando, en plena senectud, su mentalidad social se reduce á la mentalidad de la especie, inferiorizándose, á nadie sorprende ese pasaje de la pobreza á la miseria.

En el hombre superior, en el talento ó en el genio, se notan claramente esos estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra atención un antiguo millonario que paseara á nuestro lado sus postreros andrajos? El hombre superior deja de serlo, se nivela. Sus ideas propias, organizadas en el período de perfeccionamiento, tienden á ser reemplazadas por ideas comunes ó inferiores. El genio nunca es tardío, aunque pueda revelarse tardíamente su fruto; las obras pensadas en la juventud y escritas en la vejez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la revelan las obras pensadas en la vejez misma. Leemos la segunda parte del «Fausto» por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ello sin recordar que «nunca segundas partes fueron buenas», adagio inapelable si la primera fué obra de juventud y la segunda es fruta de vejez.

Haeckel señala en Kant un ejemplo acabado de esta metamorfosis psicológica. El joven Kant, verdaderamente «crítico», había llegado á la convicción de que las tres grandes potencias del misticismo: Dios, libertad é inmortalidad del alma, eran insostenibles ante la «razón pura»; el Kant envejecido, «dogmático», encontró, en cambio, que esos tres fantasmas son postulados de la «razón práctica», y, por lo tanto, indispensables. Cuanto más se predica la vuelta á Kant, en el contemporáneo arreciar del neokantismo, tanto más ruidosa é irreparable preséntase la contradicción entre el joven y el viejo Kant. El mismo Spencer, monista como el que más, acabó por entreabrir una puerta al dualismo con su «incognoscible». Virchow, en plena juventud, creó la patología celular, sin sospechar que terminaría renegando sus ideas de naturalista filósofo. Lo mismo que él hicieron Wallace, Romanes, Du-Bois Reymond y C. E. Baer.

Para citar tan sólo á muertos de ayer, hase visto á Lombroso caer en sus últimos años en ingenuidades infantiles, explicables por su debilitamiento mental, á punto de llorar conversando con el alma de su madre en un trípode espiritista. James, que en su juventud fué portavoz de la psicología evolucionista y biológica, acabó por enmarañarse en especulaciones morales que sólo él comprendió. Y, por fin, Tolstoy, cuya juventud fué pródiga de admirables novelas y escritos, que le hicieron clasificar como escritor anarquista, en los últimos años escribió artículos adocenados que no firmaría un gacetillero vulgar, para extinguirse en esa peregrinación mística que puso en ridículo las horas últimas de su vida física. La mental había terminado mucho antes.

IV.—Psicología de la vejez.

La sensibilidad se atenúa en los viejos y se embotan sus vías de comunicación con el mundo que les rodea; los tejidos se endurecen y tórnanse menos sensibles al dolor físico. El viejo tiende á la inercia, busca el menor esfuerzo; así como la pereza es una vejez anticipada, la vejez es una pereza que llega fatalmente en cierta hora de la vida. Anatómica y fisiológicamente, su característica es una atrofia de los elementos superiores (musculares y nerviosos), con desarrollo de los inferiores (conjuntivos); una parte de los capilares se obstruye y amengua el aflujo sanguíneo á los tejidos; el peso y el volumen del sistema nervioso central se reduce, como el de todos los tejidos propiamente vitales; la musculatura flácida impide mantener el cuerpo erecto; los movimientos pierden su agilidad y su precisión. En el cerebro disminuyen las permutas nutritivas, se alteran las transformaciones químicas y el tejido conjuntivo prolifera, haciendo degenerar las células más nobles. Roto el equilibrio de los órganos, no puede subsistir el equilibrio de las funciones: la disolución de la vida intelectual y afectiva sigue ese curso fatal, perfectamente estudiado por Ribot en el último capítulo de su Psicología de los sentimientos.

Á medida que envejece, tórnase el hombre infantil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento moral. Al período expansivo sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perfecciona la defensa. La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor, como la tortuga se retrae bajo su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega á sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras.

La psicología de la vejez denuncia ideas obsesivas y absorbentes. Todo viejo cree que los jóvenes le desprecian y desean su muerte para suplantarle. Traduce tal manía por hostilidad á la juventud, considerándola muy inferior á la de su tiempo, así como las nuevas costumbres á que no puede adaptarse. Aun en las cosas pequeñas exige la parte más grande, contrariando toda iniciativa, desdeñando las corazonadas y escarneciendo los ideales, sin recordar que en otro tiempo pensó, sintió é hizo todo lo que ahora considera comprometedor ó detestable.

Ésa es la verdadera psicología del hombre que envejece. La edad «atenúa ó anula el celo, el ardor, la aptitud para creer, descubrir ó simplemente saborear el arte, para tener la curiosidad despierta. Omito las rarísimas excepciones que exigirían, cada una, un examen particular. Para la mayoría de los hombres, el debilitamiento vital suprime de seguida el gusto de esas cosas superfluas. Señalemos, también, con la vejez, la hostilidad decidida contra las innovaciones: nuevas formas artísticas, nuevos descubrimientos, nuevas maneras de plantear ó tratar los problemas científicos. El hecho es tan notorio, que no exige pruebas. Ordinariamente, en estética sobre todo, cada generación reniega á la que le sigue. La explicación común de ese «misoneísmo», es la existencia de hábitos intelectuales ya organizados. Ellos serían conmovidos por un contraste violento, si tuvieran una capacidad de emoción ó de pasión. Esto último es lo que falta en los viejos, por apagamiento de la vida afectiva. Agrega Ribot que á esa disolución de los sentimientos superiores sigue la de todos los sentimientos altruístas y la de los egoaltruistas, perdurando hasta el fin los egoístas, cada vez más aislados y predominantes en la personalidad del viejo. Ellos mismos naufragan en la ulterior senilidad.

Los diversos elementos del carácter disuélvense en orden inverso al de su formación. Los que han llegado al fin son menos activos, dejan impresiones poco persistentes, son adventicios, incoordinados. Esto revélase en la regresión de la memoria en los viejos; los fantasmas de las primeras impresiones juveniles siguen rondando en su mente, cuando ya han desaparecido los más cercanos, los del día anterior. La falta de plasticidad hace que los nuevos procesos psíquicos no dejen rastros, ó muy débiles, mientras los antiguos se han grabado hondamente en materia más sensible y sólo se borran con la destrucción de los órganos.

Con la facultad de crecer de los neurones en el hombre joven, y su poder de crear nuevas asociaciones, explicaría Cajal la capacidad de adaptación del hombre y su aptitud para cambiar sus sistemas ideológicos; la detención de las funciones neuronales en los ancianos, ó en los adultos de cerebro atrofiado por falta de ilustración ú otra causa, permite comprender las convicciones inmutables, la inadaptación al medio moral y las aberraciones misoneístas. Se concibe, igualmente, que la amnesia, la falta de asociación de ideas, la torpeza intelectual, la imbecilidad, la demencia, puedan producirse cuando—por causas más ó menos mórbidas—la articulación entre los neurones llega á ser floja; es decir, cuando sus expansiones se debilitan y dejan de estar en contacto, ó cuando las esferas mnemónicas se desorganizan parcialmente. Para formular esta hipótesis Cajal ha tenido en cuenta la conservación mayor de las antiguas memorias juveniles; las vías de asociación creadas hace mucho tiempo y ejercitadas durante algunos años, han adquirido indudablemente una fuerza mayor por haber sido organizadas en la época en que los neurones poseían su más alto grado de plasticidad.

Sin conocer la histología de los centros nerviosos, Lucrecio (III, 452) observó que la ciencia y la experiencia pueden crecer andando la vida, pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza, y otras loables cualidades se marchitan y languidecen al sobrevenir la vejez:

Ubi jam validis quassatum est viribus aevi corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus, claudicat ingenium, delirat linguaque mensque.

Montaigne, viejo, estimaba que á los veinte años cada individuo ha anunciado lo que de él puede esperarse y afirma que ningún alma obscura hasta esa edad se ha vuelto luminosa después; recuerda el proverbio usual en el Delfinado: «Si l'épine ne pique pas en naissant, à peine piquera-t-elle jamais», y agrega que casi todas las grandes acciones de la historia han sido realizadas antes de los treinta años. (Essais, lib. I, cap. LVII.)

Á distancia de siglos un espíritu absolutamente diverso llega á las mismas conclusiones. «El descubrimiento del segundo principio de la energética moderna fué hecho por un joven: Carnot tenía veintiocho años al publicar su Memoria. Mayer, Joule y Helmoltz tenían veinticinco, veintiséis y veinticinco, respectivamente; ninguno de estos grandes innovadores había llegado á los treinta años cuando se dió á conocer. Las épocas en que sus trabajos aparecieron no representan el momento en que fueron concebidos; hubieron de pasar algunos años antes de que tuviesen desarrollo suficiente para ser expuestos y de que ellos encontraran medios de publicarlos. Asombra la juventud de estos maestros de la ciencia; estamos acostumbrados á considerarla como privilegio de una edad más avanzada, y nos parece que todos ellos han faltado al respeto á sus mayores, permitiéndose abrir nuevos caminos á la verdad. Se dirá que la solución de esos problemas por verdaderos muchachos fué una singular y excepcional casualidad; fácil es comprobar que ocurre lo mismo en todos los dominios de la ciencia: la gran mayoría de los trabajos que señalaron horizontes nuevos fueron la obra de jóvenes que acababan de transponer los veinte años. No es éste el sitio para buscar las causas y las consecuencias de ese hecho; pero es útil recordarlo, pues aunque señalado más de una vez, está muy lejos de ser reconocido por los que se dedican á educar la juventud. Los trabajos de hombres jóvenes son de carácter principalmente innovador; el mecanismo de la instrucción pública no debe ser obstáculo á ellos... permitiéndoles desde temprano desarrollar libremente sus aptitudes en los institutos superiores, en vez de agotar prematuramente, como ocurre ahora, un gran número de talentos científicos originales.» (W. Ostwald: L'Energie, cap. V). Y para que sus conclusiones no parezcan improvisadas el eminente filósofo las ha desenvuelto en su último libro (Les grands hommes), donde el problema del genio juvenil está analizado con criterio experimental.

Por eso las academias suelen ser cementerios donde se glorifica á hombres que ya han dejado de existir para su ciencia ó para su arte. Es natural que á ellas lleguen los muertos ó los agonizantes; dar entrada á un joven significaría enterrar á un vivo.