16. LA MEDIOCRIDAD MORAL: Los senderos de la virtud: el corazón y el cerebro
IV.—Los senderos de la virtud: el corazón y el cerebro.
La honestidad es una imitación; la virtud es una originalidad. Solamente los innovadores poseen talento moral y es obra suya cualquier ascenso hacia la perfección; el rebaño se limita á seguir sus huellas, incorporando á la honestidad banal lo que fué antes virtud de pocos. Y siempre rebajándola.
Hemos distinguido al deshonesto del mediocre, que se enorgullece de ser honesto frente á aquél. Insistamos en que la honestidad no es la virtud; él se esfuerza por confundirlas, sabiendo que la segunda le es inaccesible. La virtud es otra cosa. Es activa; excede infinitamente en variedad, en originalidad, en coraje, á la práctica rutinaria de esos prejuicios morales que libran al mediocre de la infamia ó de la cárcel.
Ser honesto implica someterse á las convenciones corrientes: sírvele de maestra la hipocresía. Ser virtuoso significa á menudo ir contra ellas, exponiéndose á que los honestos consideren enemigo de toda moral al que lo es solamente de sus prejuicios. Si el sereno ateniense hubiera adulado á sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no habría bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios de los demás. Si viviéramos entre dignos y santos, la opinión ajena podría evitarnos tropiezos y caídas; pero es cobardía, viviendo entre mediocres, rebajarse al común nivel por miedo de atraerse sus iras. Hacer como todos, puede implicar hacer lo indigno; el progreso moral tiene como condición adelantarse á su tiempo, como cualquier otro progreso.
Si existiera una moral eterna—y no tantas morales cuantos son los pueblos—podría tomarse en serio la leyenda bíblica del árbol cargado de frutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el bueno y el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inferior, el moral y el inmoral. Pero no es así. Los juicios de valor se transforman: el bien de hoy es el mal de ayer, el mal de hoy es el bien de mañana.
No es el hombre moralmente mediocre—el honesto—quien determina las transformaciones de la moral: él vive perfectamente adaptado á los dogmatismos corrientes en su medio.
Son los virtuosos y los santos, inconfundibles con él. Precursores, apóstoles, mártires, inventan formas superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen. Toda moral futura es un producto de esfuerzos individuales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al hombre honesto. En eso consiste el talento moral, que forja la virtud, y el genio moral, que crea la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría la transformación de las costumbres; conservaríamos los sentimientos y acciones de los primitivos seres humanos. Toda evolución moral es un esfuerzo del talento virtuoso hacia la perfección futura; nunca inerte condescendencia de la mediocridad para con el pasado.
La evolución de las virtudes depende de todos los factores morales é intelectuales. El cerebro suele anticiparse al corazón; pero nuestros sentimientos influyen más intensamente que nuestras ideas en la formación de los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los individuos. Ha podido afirmar Sighele que, si resucitase un griego ó un romano, su cerebro permanecería atónito ante nuestra cultura intelectual, pero su corazón podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus ideas sobre el universo, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus sentimientos ajustaríanse en gran parte á las palpitaciones del sentir moderno. En un siglo cambian las ideas fundamentales de la ciencia y la filosofía: los sentimientos centrales de la moral colectiva sólo sufren leves oscilaciones, porque los atributos biológicos de la especie humana varían lentamente. Nos fuerzan á sonreir los conocimientos infantiles de los clásicos; pero sus sentimientos nos conmueven, sus virtudes nos entusiasman, sus héroes nos admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres de ideas más opuestas practicaban análogas virtudes, frente á la mediocridad de su tiempo. El fondo sentimental no varía; lo que se trasmuta incesantemente es la forma intelectual que lo transforma en juicio de valor, dándole fuerza ética.
Hay un progreso moral colectivo. Muchos dogmatismos, que fueron antes virtudes, son juzgados más tarde como prejuicios. En cada momento histórico las virtudes coexisten con los prejuicios; el talento moral practica las primeras; la honestidad mediocre se aferra á los segundos. Los grandes virtuosos, cada uno á su modo, combaten contra prejuicios; son sus enemigos al predicar una elevación moral en la forma que su cultura y su temperamento les sugieren. Aunque por distintos caminos, y partiendo de premisas racionales antagónicas, todos se proponen mejorar las virtudes en sentido propicio al enaltecimiento del hombre: son igualmente enemigos de los prejuicios de su tiempo.
Los virtuosos no igualan á los santos; la sociedad opone demasiados obstáculos á su esfuerzo. Pensar el porvenir no implica practicarlo totalmente; basta la firme intención de marchar hacia él. Los que piensan como profetas pueden verse obligados á proceder como filisteos en muchos de sus actos. La virtud es un esfuerzo real hacia lo que se concibe como perfección potencial; nunca llega á ser la perfección misma.
La evolución moral es lenta, pero segura. La virtud arrastra y enseña; los honestos se resignan á imitar alguna parte de las excelencias que practican los virtuosos. Cuando se afirma que somos mejores que nuestros abuelos, sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea. Fuera más exacto decir que diferimos de ellos. Sobre necesidades materiales, perennes en la especie, organízanse conceptos de perfección que varían á través de los tiempos; sobre las necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el arquetipo de virtud más útil á su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indefinido y ofrece escasas oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las virtudes se va plasmando en las variaciones reales de la vida social. Los mediocres practican rutinariamente la honestidad corriente, sin esfuerzo alguno por mejorarse; los virtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan sin cesar, hacia el infinito.
Sobre cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana puede florecer una virtud, una forma de talento moral. Hay filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad, madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre no conoce esas virtudes: se limita á ser honesto, adhiriendo á todas las hipocresías, cumpliendo las leyes por temor de las penas que amenazan á quien las viola, trabajando con afán de lucro ó sed de vanidad, guardando la honra por no arrostrar las consecuencias de perderla.
Así como hay una gama de intelectos, cuyos tonos fundamentales son la inferioridad, la mediocridad y el talento,—aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos,—hay también una jerarquía moral representada por términos equivalentes. En el fondo de esas desigualdades hay una profunda heterogeneidad de temperamentos. La conformación á los catecismos ajenos resulta fácil para los hombres débiles, crédulos, timoratos, sin grandes deseos, sin pasiones vehementes, sin necesidad de independencia, sin irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas idealistas y fuertes, capaces de pasiones vivas, bastante intelectuales para no dejarse engañar por la mentira de los demás. Aquéllos no sienten la coacción moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos sufren, luchando entre sus inclinaciones y el falso concepto del deber impuesto por la sociedad. La mediocridad moral á que se ajustan los hombres honestos, nunca esclaviza al hombre moralmente superior. «Puede acordársele—dice Remy de Gourmont—el valor de una moda á la que uno se resigna para no llamar la atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrificio profundo». En esa disconformidad con la hipocresía colectivamente organizada consiste la virtud, que es individual, á la contra de la caridad y la beneficencia mundanas, simples caricaturas colectivas, donde la miseria de los corazones tristes alimenta la vanidad de los cerebros vacíos.
Los temperamentos capaces de virtud difieren por su intensidad. El primer germen de perfección moral se manifiesta en una decidida preferencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad es el primer esfuerzo hacia la virtud: el hombre bueno, esquivo á las hipócritas condescendencias permitidas por la honestidad, lleva en sí una partícula de santidad. El «buenismo» es la moral de los pequeños virtuosos; su prédica es plausible, siempre que enseñe á evitar la cobardía: su peligro. Hay excesos de bondad que no podrían distinguirse del envilecimiento; hay falta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien perdonar una vez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos veces se hace cómplice de los malvados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le hubiesen abofeteado la segunda mejilla que ofreció al que le afrentaba la primera: los evangelistas no osaron plantearse este problema.
Enseñemos á perdonar; pero enseñemos también á no ofender. Será más eficiente. Enseñémoslo con el ejemplo, no ofendiendo. Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creemos que la segunda suele ser por maldad. El mal no se corrige con la complacencia ó la complicidad; es nocivo como los venenos y debe oponérsele antídotos eficaces: la reprobación y el desprecio.
Los pequeños virtuosos prefieren la práctica del bien á su prédica. Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reservando la indulgencia para sí mismos, ellos evitan los sermones y enaltecen su propia conducta. Para los demás encuentran una disculpa, en la debilidad humana ó en la tentación del medio: «tout comprendre c'est tout pardonner»; sólo son severos consigo mismos. Nunca olvidan sus propias culpas y errores; y si no olvidan las ajenas, tampoco se preocupan de atormentarlas con su odio, pues saben que el tiempo las castiga fatalmente, por esa gravitación que abisma á los perversos como si fueran globos desinflados. Su corazón es sensible á las pulsaciones de los ajenos, abriéndose á toda hora para adulcir las penas de un desventurado y previniendo sus necesidades para ahorrarle la humillación de pedir ayuda; hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal afán que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor. Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso á toda idea original y compadeciendo á los ignorantes sin reproches inoportunos; su cordialidad sincera con los espíritus humildes no está corroída por la urbanidad convencional.
Esas pequeñas virtudes son usuales, de aplicación frecuente, cuotidiana; sirven para distinguir al bueno del mediocre y difieren tanto de la honestidad como el buen sentido difiere del sentido común. Importan una elevación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios que tan pródigamente se les tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores que glosan en estilo menos decisivo la socorrida frase de Hugo: «Il se fait beaucoup de grandes actions dans les petites luttes. Il y a des bravoures opiniatres et ignorées qui se défendent pied á pied dans l'ombre contre l'envahissement fatal des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne voit, qu'aucune renommée ne paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie, le malheur, l'isolement, l'abandon, la pauvreté, sont des champs de bataille qui ont leurs héros; héros obscurs plus grands parfois que les héros illustres».
No olvidemos, sin embargo, que esas virtudes son pequeñas; es grave error oponerlas á las grandes. Ellas revelan una loable tendencia, pero no pueden compararse con el asiduo celo de perfección que convierte la bondad en virtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las mentes exiguas no pueden concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría ejecutarlo un carácter amorfo. Á los que dicen: «no hay tonto malo», podría respondérseles que la incapacidad del mal no es bondad. Aún está por resolverse el antiguo litigio que proponía á elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una presunción de virtud, ni la inteligencia lo es de perversidad. Ello no impide que muchos mediocres protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la paradoja de Rousseau, hasta inferir de ella que la escuela puebla las cárceles y que los hombres más buenos son los torpes é ignorantes.
Sócrates enseñó—hace de esto algunos años—que la Ciencia y la Virtud se confunden en una sola y misma resultante: la Sabiduría. Para hacer el bien, basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno; «puede» serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente.
La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnificencias del corazón. La «grandeza de alma» es bilateral. Son raros esos talentos completos ó poliédricos; son excepcionales esos genios. Así lo enseñan los epítomes de psicología escolar. Los caracteres perfectamente equilibrados son rarezas. Los hombres excelentes brillan por esta ó aquella aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos de alguna aptitud intelectual, que no lo son en virtud alguna, y hombres virtuosos que no asombran por sus dotes intelectuales.
Ambas formas de talento, aunque distintas y cada una multiforme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje. Pueden observarse aisladas; suelen germinar al unísono en el hombre excelente. Aisladas poco valen. La virtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es infecundo en el desvergonzado. La subordinación de la moralidad á la inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso de los hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al servicio de la rutina, del prejuicio ó del servilismo: sus triunfos serían su vergüenza, no su gloria. Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: «Cuanto más fino y culto es un hombre, tanto más repulsivo y sospechoso se vuelve si pierde su reputación de honesto». (De Offic., II, 9.) Verdad es que el tiempo perdona sus vicios á los genios y á los héroes, capaces de exceder con el bien que hacen al mal que no dejaron de hacer; pero ellos son excepciones raras y en vida habría que medirlos con el criterio de la posteridad: la transcendente magnitud de su obra.
Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes, como el de fallar si son preferibles los que crean, inventan y perfeccionan en las ciencias y en las artes, ó los que poseen un admirable conjunto de energías morales que impulsa á jugar el porvenir y la vida en defensa de la dignidad y la justicia. Entre los talentos intelectuales y los talentos morales, estos últimos suelen ser preferidos con razón, conceptuándolos más necesarios. «El talento superior es el talento moral», ha escrito Smiles, glosando al inagotable M. de la Palisse. De ese parangón está excluido, a priori, el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebro y prejuicios en el corazón.
La apoteosis del tonto bueno encamínase, evidentemente, á protestar, como lo hacía Cicerón, contra los que pretenden consentir al ingenio un absurdo derecho á la inmoralidad. El sistema es equívoco; igualmente injusto sería desacreditar á los santos más ejemplares fundándose en que existen simuladores de la virtud.
Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos inconciliables. ¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario ó el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso el deshonesto ó el degenerado? La humanidad debiera sonrojarse ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por catequistas igualitarios que adulan á la mediocridad, buscando el éxito ante su número infinito. El sofisma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías morales ó de carácter, que no suelen contarse del mediocre y del imbécil; luego, aquéllos son inmorales y éstos son virtuosos.
Aunque las premisas fuesen exactas, la conclusión sería ilegítima. Si se concediera—y es mentira—que los grandes ingenios son forzosamente inmorales, no habría por qué otorgar al mediocre y al imbécil el privilegio de la virtud, reservado al talento moral.
Pero la premisa es falsa. Si se cuentan desequilibrios de los genios y no de los mediocres, no es porque éstos sean faros de virtud, sino por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros, ignorando á los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millones de mediocres que beben como él; por un filósofo uxoricida hay quinientos mil uxoricidas que no son filósofos; por un sabio experimentador, cruel con un perro ó una rana, hay una incontable cohorte de cazadores y toreros que le aventajan en impiedad. ¿Y qué dirá la historia? Hubo un poeta alcoholista, un filósofo uxoricida y un sabio cruel: los millones de mediocres no tienen biografía. Moreau de Tours equivocó el rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo de la cuestión una simple polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la premisa es falsa. Los que han visitado cien cárceles pueden asegurar que había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia mediocre ó inferior, junto á cinco ó veinte hombres de talento. No han visto á un solo hombre de genio.
Volvamos al sano concepto socrático, hermanando la virtud y el ingenio, aliados antes que adversarios. Una elevada inteligencia es siempre propicia al talento moral y éste es la condición misma de la virtud. Sólo hay una cosa más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe de ala que eleva hacia lo desconocido hasta entonces, remontándonos hasta las cimas eternas de esta aristocracia moral: son los genios que enseñan virtudes no practicadas hasta la hora de sus profecías ó que practican las conocidas con intensidad extraordinaria. Si un hombre encarrila en absoluto su vida hacia un ideal, eludiendo ó contrastando todas las contingencias materiales que contra él conspiran, ese hombre se eleva sobre el nivel mismo de las más altas virtudes. Entra á la santidad.