13. LA MEDIOCRIDAD MORAL: El hombre honesto

18.04.2025

I.—El hombre honesto

La mediocridad moral es impotencia para la virtud y cobardía para el vicio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes á mongolfieras infladas de prejuicios. La honestidad del hombre mediocre equidista del bien y del mal; niega al segundo sin afirmar al primero. Puede aborrecer el crimen sin admirar la santidad: incapaz de iniciativa para entrambos. La garra del pasado ásele del corazón, estrujándole en germen todo gesto libertario. Sus prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de virtudes crepusculares, supervivencias de morales extinguidas.

Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas de la santidad y de la virtud: prefieren al hombre honesto. Error ó mentira, conviene disiparlo. Honestidad no es virtud, aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de perfección: sobra para ello con no ostentar el mal. Para ser virtuoso no basta lo segundo, es indispensable lo primero. Entre el vicio, que es una lacra, y la virtud, que es una excelencia, fluctúa la honestidad: patrimonio común de los mediocres morales.

La virtud eleva al hombre sobre la moral de su rebaño; resiste activamente á ella. El virtuoso presiente alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados por el hábito. El honesto, en cambio, es pasivo, circunstancia que le asigna un nivel moral superior al del vicioso, aunque permanece por debajo de quien practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal.

Limitándose á respetar los prejuicios que le asfixian, mide la moral con el doble decímetro de sus iguales, á cuyas fracciones resultan irreductibles las tendencias inferiores de los encanallados y las aspiraciones conspicuas de los virtuosos. Si aquél no llegara á asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta; si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo.

La virtud representa la aristocracia del corazón; la honestidad es democrática; el vicio es caótico. Por eso el talento moral está en la virtud, lo mediocre en la honestidad y lo inferior en el vicio.

El hombre honesto puede practicar acciones cuya indignidad sospecha, toda vez que á ello se sienta constreñido por la fuerza de los prejuicios, que son discordancias entre los hábitos adquiridos y las variaciones nuevas. Las acciones que ya son malas en el juicio original de los virtuosos, pueden seguir siendo buenas ante el colectivo de la grey. El hombre superior practica la virtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que acoyundan á la multitud honesta; el mediocre sigue llamando bien á lo que ya ha dejado de serlo, por incapacidad de forjar el bien del porvenir. Sentir con el corazón de los demás equivale á pensar con cabeza ajena.

La virtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original; la honestidad es un harapiento uniforme que se endosa resignadamente. El mediocre teme á la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al infierno; nunca tiene la audacia de parecer vicioso, ni aun cuando la apariencia del vicio es condición intrínseca de una virtud no comprendida. Renuncia á ella por los sacrificios que implica.

Olvida que no hay perfección sin esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor á las espinas; los virtuosos saben que es necesario acometer las más punzantes para coger las flores mejor perfumadas.

El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; á éste le llama «loco» y al otro lo juzga «amoral». Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, «cordura» y «moral» son los nombres que él reserva á su propia mediocridad. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, parécenle «amorales», y con esta calificación les endosa veladamente cierta inmoralidad...

Son hombres de pacotilla, hechos con retazos de catecismo y con sobras de vergüenza: el primer oferente los puede comprar á bajo precio. Con frecuencia mantiénense honestos por conveniencia; algunas veces por simplicidad: el prurito de la tentación no inquieta su tontería banal. Enseñan que es necesario ser como los demás; el virtuoso anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño é imitemos al rebaño, no tienen valor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para complicarnos en la merienda ajena.

La mediocridad predica: «no hagas mal y serás honesto». El talento moral tiene otras exigencias: «persigue una perfección y serás virtuoso». La honestidad está al alcance de todos; la virtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el freno con que lo sujetan sus cómplices; el hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala. La mediocridad moral es una resignación: simple falta de iniciativa, muchas veces, para practicar el mal.

La honestidad puede ser industria, la virtud excluye el cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que modera sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las estimula por la esperanza de una recompensa; ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que persigue una prebenda ó tiembla ante un peligro es indigno de nombrar la virtud: por ella se arriesgan en la proscripción ó la miseria. No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.

Predicar la honestidad sería excelente si no fuera un renunciamiento á la virtud, cuyo norte es la perfección incesante. Su elogio ha empañado el culto del honor en las burguesías igualitarias y es la prueba más segura del descenso moral de una sociedad. Encumbrando al mediocre se afrenta al superior; por el honesto se olvida al virtuoso. Los espíritus acomodaticios llegan á detestar la dignidad y la firmeza á fuerza de transigir con el servilismo y la hipocresía.

Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es envilecerse. Stendhal reducía la honestidad á una simple forma de miedo; conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino á la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa ó pueda permanecer ignorado. «J'ai vu le fond de ce qu' on appelle les honnêtes gens: c'est hideux», decía Talleyrand, preguntándose qué sería de los hombres honestos si el interés ó la pasión entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se equivalen; son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. Llaman mérito á su mansedumbre. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento.

Frente á la honestidad hipócrita de los mediocres—propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados—, existe una heráldica moral cuyos blasones son la virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia á los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa apoteosis de la platitud sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos vive. Los quiere en la intención y en las obras. No la hay cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas. El sabio que traiciona á su verdad, el filósofo que vive fuera de su moral y el noble que deshonra su cuna, descienden á la más ignominiosa de las villanías; son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los privilegios de la cultura y del nacimiento imponen al que los disfruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro afán de perfección es inútil que perdure en vanos títulos y pergaminos; noble es el que revela en sus actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justificar actos innobles. Por la virtud, nunca por la honestidad, se miden los valores de la aristocracia moral.