32. LA MEDIOCRACIA: La política de las piaras

18.04.2025

II.—La política de las piaras.

El instrumento de esa contaminación general es, en nuestra época, el sistema parlamentario: todas las formas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y el arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.

La política se degrada, conviértese en profesión. Los espíritus subalternos florecen en los establos del sufragio universal. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la mediocridad. Se instaura una moral hostil á la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va á manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se mancornan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros. Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era estigma de infamia ó cobardía, tórnase jactancia de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores.

Las jornadas electorales son humillantes en los países mediocrizados: enjuagues de mercenarios ó pugilatos de aventureros, cuando no arrebatos de sectarios. Su justificación está á cargo de electores inocentes, que van á la parodia como á una fiesta del ideal.

Las facciones son adversas á todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto de la canalla: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpe la pretensión de gobernar á su país, encubriendo las restantes vanidades ó piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje á las virtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad. Explotan el prestigio del pabellón para dar paso á su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced á la firma prestigiosa. Por cada hombre de mérito hay docenas de sombras insignificantes.

Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de «elegidos del pueblo» es subalterna y profesional, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles.

Los primeros derrochan su fortuna por acceder al Parlamento. Ricos terratenientes ó poderosos industriales pagan á peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible á su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran á ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose á las piaras.

Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse á especulaciones lucrativas. Venden su voto á empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos á tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales á sus electores; comercian su influencia al menudeo para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya á todos los gobiernos.

Los serviles merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, ó instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno ó las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia ó probidad: basta con la certeza de su panurgismo. Viven de luz ajena, satélites sin calor y sin pensamiento, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre á batir palmas cuando él habla y á ponerse de pie llegada la hora de una votación.

En las democracias más novicias, llamadas repúblicas por burla, los congresos puéblanse de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada ó una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan son proscritos sin apelación.

Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado ó representantes de fanatismos colectivos; si el tiempo no los domestica, ellos sirven á los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.

Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los parlamentos envilecidos. Los partidos—ó el gobierno en su nombre—operan una selección entre sus miembros, á expensas del mérito y en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.

Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente á las vueltacaras del parlamentario mediocre. El desprecio de los hombres probos no le amedrenta jamás. Confía en el rebaño amorfo: el bajo nivel del representante halaga la insensatez del representado. Por eso los inservibles se adaptan maravillosamente á los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su complicada tontería.

Los cómplices, grandes ó pequeños, aspiran á convertirse en funcionarios. La burocracia es una masonería de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los «Derechos del Hombre» todo imbécil los sabe de memoria; un elector considérase apto para cualquier destino en el vastísimo engranaje burocrático, suponiendo que la igualdad ante la ley implica una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir á expensas del Estado rebaja la dignidad, enseñando que el mérito es inútil frente á la influencia. Cada demócrata que cruza las calles de prisa, preocupado, á pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, á cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación ó la lleva en su faltriquera.

El funcionarismo crece con la democracia. Otrora, cuando fué necesario delegar parte de sus funciones, los monarcas elegían á hombres de mérito, experiencia y fidelidad. Pertenecían casi todos á la casta feudal; los grandes cargos la vinculaban á la causa del señor. Junto á esa, formábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el funcionarismo creció, llegando á ser una clase, una rama de las oligarquías dominantes. Para impedir que fuese altiva, la reglamentaron, quitándole toda iniciativa y ahogándola en la rutina. Á su afán de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclavizó por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge á empequeñecer la dignidad de los funcionarios. El mérito queda excluido en absoluto; basta la influencia. Con ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero á nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valederos para las más contradictorias fisiologías.

Consecuencias inmediatas del funcionarismo son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos.

Bajo cien formas se observa la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres diferentes, algunos fueron dignos y otros domésticos.

El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la «honestidad». Pero no con la «virtud». Nunca. Por eso, si bien no llevan á la cárcel, jamás conducen á la gloria.

La sensibilidad á los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se fundan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la admiración ó el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja á quien lo otorga ni ofende á quien lo recibe, aun cuando es injusto. Puede ser un error; no es una indignidad. La adulación lo es siempre: es desleal é interesada. El deseo de la privanza induce á complacer á los poderosos; la conducta del adulón mira á eso y todo lo sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo: subordina sus gustos á los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena; su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece á la raza de los «cobardes felices», como los bautizó Lecomte de Lisle.

La adulación es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia banal ó por el deseo de agradar á cualquier precio. Racine (Fedra, IV, 6) lo creyó un castigo divino:

Détestables flatteurs, présent le plus funeste Que puisse faire aux rois la colère celeste.

No sólo se adula á reyes y poderosos. El que adula al pueblo no es menos vil. En las mediocracias hay miserables afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de los lacayos se les miente bajas alabanzas disfrazadas de ideal: más cobardes porque se dirigen á plebes que no saben controlar el embuste. Halagar á los ignorantes y merecer su aplauso hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento á la propia dignidad.

En los climas mediocres, mientras las masas escuchan á los charlatanes, los gobernantes prestan oído á los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por esta sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra á cometer ignominias: como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla á quienes la adulcen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer.

Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos. Todo el que piensa con cabeza propia, ó tiene un corazón altivo, se aparta del tremedal donde prosperan los envilecidos. «El hombre excelente—escribió La Bruyère—no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su virtud ó su talento fuesen un reproche á los que gobiernan.» Y de su apartamiento aprovechan los que palidecen ante sus méritos, como si existiera una perfecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los avanzamientos.

De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo mediocre y lo innoble son calificados con justeza; á fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres á las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ningún clamor vehemente y cuya sombra no rasgara el resplandor de ningún astro.

Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su «Stello» imperecedero. Tener un ideal es crimen que no perdonan las mediocracias. Muere Gilbert; muere Chatterton; muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los gobiernos, con arma distinta según los regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías constitucionales y en las repúblicas democráticas. Quien vive para un ideal no puede servir á ninguna mediocracia. Todo conspira allí para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; cuando se apartan de ella la pierden para siempre.

Temen por eso la política, sabiendo que es el Walhala de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros. Pero cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los serviles y los rutinarios: rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra ella, á desmantelarla, cuando se prepara un porvenir.