31. LA MEDIOCRACIA: El clima de la mediocridad
I.—El clima de la mediocridad.
En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión ó pujanza de imperialismo. Los genios hablan con palabras líricas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino.
Es, empero, fatal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, como vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo.
En ciertas horas la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan á los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los estados tórnanse mediocracias.
Entra á la penumbra toda tendencia idealista, intelectual, estética, el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, la lealtad, el orgullo, la originalidad, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la santidad, del talento y del genio, de la dignidad y del heroísmo. En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. El culto de la rutina, de los prejuicios y de las domesticidades encuentra fervorosos adeptos en los que pretenden representar á los rebaños militantes; los más encumbrados portavoces de las mediocracias resultan esclavos de su clima. Son actores á quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde á que se ajustan las demás piezas del mosaico.
Platón no concibió la mediocridad ni estudió al hombre mediocre. Sin quererlo, al decir de la democracia: «Es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos», definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad. Las democracias contemporáneas, vistas de fuera, son refractarias á la culminación de todo ideal. Son estados sin ser naciones; países, no patrias. En cada comarca una oligarquía de mediocres detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno á cuantos desdeñan aceptar la complicidad de sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembaldes. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideales su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para explotar á la sociedad.
Políticos mediocres hay en todos los tiempos y bajo todos los regímenes. Pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos creen poder hablar, callan los sabios; la mediocridad prefiere escuchar á los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: todos pretenden hablar y creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta á repetir dogmas sectarios ó auspiciar voracidades oligárquicas. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación á la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad á la hipocresía, distinción al amaricamiento, cultura á la timidez, tolerancia á la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella á sus padres y á sus hijos, carcomiendo la dignidad común.
En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, ó el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias. Cualquier ideal agoniza ó muere; van desmereciendo el ingenio y el mérito. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera cierra sus alas y dejan de volar. Su presencia estorba á traficantes y judíos, á todos los que trabajan por lucrar, á los esclavos del ahorro ó de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas. No siéndole propicio el clima sus cultores son contados. No llegan á inquietar á las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata á fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan.
Siempre hay mediocres, son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En los climas líricos muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza á contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se cuentan, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crecen en la justa medida en que el clima se atempera. Las ficciones democráticas igualan el sabio al analfabeto, el señor al lacayo, el poeta al prestamista: cada uno tiene un voto y el supremo derecho es votar. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable.
Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada ó conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica á vivir de glorias pasadas, conmemorándolas sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ideales. La ausencia de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta con la participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente la democracia; se miente la ciencia; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio á su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración.
Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, los ideales son suplantados por voracidades insaciables: alguna facción de mediocres se apodera del engranaje constituido ó reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde el genio no se forma jamás y al mismo ingenio se le impide que crezca: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso á toda previsión de nuevos ritmos ó de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero: la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos mediocres, juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, ni siquiera negativa. Los políticos mediocres marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud. Roque gobernando la ínsula: equidistante de Nerón y de Marco Aurelio.
Una apatía conservadora caracteriza á esos períodos; entíbiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando á su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan alhajas. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles á los hombres. Se busca lo originariamente mediocre ó lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios ó santos, anúncianse los apacibles administradores, milagrosos arquetipos de la mediocridad reinante, como aquel Popeo Sabino par negotiis neque supra. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y anuncian alguna parte de un ideal, están ausentes. Nada tienen que hacer.
La tiranía del clima es absoluta: nivelarse ó sucumbir. La regla conoce pocas excepciones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno á Sócrates, el leño á Cristo, el puñal á César, el destierro á Dante, la cárcel á Bacon, el fuego á Bruno; y mientras escarnecían á esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña ó armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre á pomposos pavoreales ó ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. Á un precio: que éstas garantizaran á las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus riquezas.
En esas épocas de lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, apandillados por batos enflautadores. Mesnadas de retóricos parlotean pane lucrando: aspirantes á algún bajalato y pulchinelas de perilustres barrizales, en cuyas conciencias está siempre colgado el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica á ésta, sobreponiendo los apetitos á las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se buscan remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fué, sino sembrando el porvenir y reconstituyendo el culto del mérito.
Los países son expresiones geográficas y los estados son equilibrios de instituciones. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo, homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza y en el deseo de la gloria. Donde falta esa comunidad de esperanzas no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, desear juntos grandes cosas y sentirse decididos á realizarlas, con la seguridad de que ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fué. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de un país un estado rico: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria.
Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El sentimiento de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir un mismo ideal: las naciones más homogéneas son las que cuentan más hombres capaces de sentirlo y de servirlo. Es más intenso y perfeccionado en las mentes conspicuas. La capacidad de ideales, exigua en los mediocres, impídeles ver en el patriotismo el más alto ideal; el déclassé, ajeno á la nación, tampoco lo concibe; el esclavo y el siervo tienen un país natal. Sólo el digno y el libre pueden tener una patria.
Pueden tenerla. Rara vez la tienen. El sentimiento nace en muchos, pero permanece rudimentario; en pocos elegidos llega á ser dominante y vivificador, anteponiéndose á pequeñas sordideces de piara ó de cofradía. Cuando los intereses de la mediocridad sobrepónense á los ideales de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional se corrompe: la patria es explotada como una empresa. Cuando se vive hartando los propios apetitos y nadie piensa que en cada ingenio original puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven á la condición de habitantes. La patria á la de país.
Y eso ocurre periódicamente: como si la pupila de la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Y los caracteres mediocres aprovechan ese paréntesis de sombra para culminar, mientras los genios tórnanse invisibles. Todo se dobla y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el barquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblara. Sólo quien se levanta, y mira desde otro plano á los que navegan, advierte su descenso, como si frente á ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa.