33. LA MEDIOCRACIA: Demagogos y aristarcos

18.04.2025

III.—Demagogos y aristarcos.

El progresivo advenimiento de la democracia, desde el ignominioso escándalo de la Bastilla hasta el arrebañamiento actual de los lacayos en rebeldía, ha mentido la igualdad de los más para impedir la culminación de los mejores. Es indiferente que se trate de monarquías ó repúblicas. El siglo XIX ha unificado el régimen político, en su esencia, nivelando todos los sistemas, democratizándolos.

Un pensador eminente glosó esa verdad: la democracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación ó una raza, ¿no es un privilegio excesivo que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que en él era Verbo tórnase palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir á ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando é iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, justo era que uno lo hiciese por todos, facultad suprema aunque expuesta á peligrosos excesos. Pero el hombre providencial es innecesario á medida que los más piensan y quieren. «En tanta difusión de la soberanía, se pregunta: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas ó escritas?» Ésa parece, transitoriamente, su fórmula y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores.

Sería verdad inconcusa, definitiva, si el devenir democrático fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La naturaleza se opone á toda nivelación, viendo en la igualdad la muerte; necesita del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no confirma la presunción de la democracia: no suprime á Leonardo para endiosar á Panza ni aplasta á Bertoldo para endiosar á Goethe. Unos y otros tienen su razón de vivir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio, en su oportunidad, es tan irreemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan á su obra los idealistas que les preceden ó siguen; nunca los conservadores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento pero no su guía.

Es irónico repetir que los estados no necesitan al gobernante genial sino al mediocre. En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los vulgares. El culto del gobernante honesto es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? Hay un clima que excluye al genio y busca al fatuo: en la chatura crepuscular de las mediocracias, mientras las academias se pueblan de miopes y de funcionarios, gobiernan el estado los charlatanes ó los pollipavos. Pero hay otro clima en que ellos no sirven; entonces puéblase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre fragmentos de alguna Verdad en formación. Y todo varía en sus dominios; fórmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósfera donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno sólo piensa y hace: marca un evo.

Al lema de la democracia, «igualdad ó muerte», replica la naturaleza: «la igualdad es la muerte.» Aquel dilema es absurdo. Si fuera posible una constante nivelación, si hubieran sucumbido alguna vez todos los individuos diferenciados, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay evolución donde pueden seleccionarse las variaciones descollantes de los individuos. Igualar todos los antropoides sería negar la humanidad; igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civilización misma.

Queda el hecho actual y contingente: el advenimiento progresivo del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ha favorecido su descenso político durante el último siglo.

Abstractamente, la democracia subvierte la naturaleza; prácticamente, es una ficción siempre. Es una mentira de algunos que pretenden ser todos: el pueblo. Aunque en ella creyeron por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más infiel que los poetas idealistas al verbo de la equivalencia universal; los más le son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla.

Jamás ha existido una democracia efectiva. Los regímenes que adoptaron tal nombre fueron ficciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido y serán confabulaciones de profesionales para oprimir á las masas inferiores y excluir á los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira es la existencia de un «pueblo» capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres é ignorantes no tienen aptitud para gobernarse: cambian de pastores.

La igualdad es un equívoco ó una paradoja, según los casos. Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas. Aquel ingenuo trovador que cantó

«Ved en trono á la noble igualdad»,

creía hablar en nombre de una democracia y lo hacía en el de nacientes oligarquías indígenas que se aprestaban á suplantar á las castas coloniales. Lejos estuvo el poeta de sentir lo que necesitaba pregonar á los humildes, para inducirles á cambiar de amo; tan superficial era su fe democrática que sólo acertó á calificar de «noble» á la igualdad, ¡por antítesis!, y en vez de entregarla al pueblo para que la disfrutara, la puso en un «trono», como si con ella quisiera simbolizar la desigualdad eterna. La democracia es un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la fantasía de los ilusos ó forman el capital de los mendaces. El pueblo está ausente de ella. Los que invocan derechos igualitarios son simples mediocres enemigos de toda superioridad ó diferencia.

Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay, también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias. Los demócratas persiguen la justicia para todos y se equivocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el privilegio para los mejores y acaban por reservarlo á los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la nivelación; éstos lo burlan atribuyéndolo á una clase. Ambos son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por oligarquías de blasonados ó de advenedizos: en ambas están igualmente proscritas la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las tabernas.

Toda aristocracia pudo ser selectiva en su origen. Suele serlo: es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia ó un abolengo. Es evidente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres deben gobernar á las sombras; son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reservado á una casta, que usufructúa sus beneficios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, familiares y lacayos de los que fueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido á crear? ¿En nombre de la herencia?

Si las aptitudes se heredan, ese privilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se heredan, es injusto y deben perderlo. Conviene que lo pierdan. Toda oligarquía es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más vigoroso obstáculo.

El derecho divino que invocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos del hombre, invocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan á la selección de las aptitudes superiores, nivelando toda originalidad, cohibiendo todo ideal.

Una concesión podría hacerse. Los países sin casta aristocrática son más propicios á la mediocrización; evidentemente. En ellos se constituyen oligarquías de advenedizos, que tienen todos los defectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improvisación, fáltales la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos inexplicables que fincan en una cultura de siglos: hay gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquivos al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad y el honor tienen más parte que en los del advenedizo. Es una diferencia que los preserva de muchos envilecimientos. ¿Es preferible obedecer á castas que tienen la rutina del mando ó á pandillas minadas por hábitos de servidumbre?

El privilegio tradicional de la sangre irrita á los demócratas y el privilegio numérico del voto repugna á los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticos mediocres con distinta escarapela. Las masas inferiores—que podrían ser el «pueblo»—y los hombres excelentes de cada sociedad—que son la «aristocracia natural»—, suelen permanecer ajenos á su estrategia.

Entre los demócratas embalumados de igualdad hay audaces lacayos que pretenden suplantar á sus amos con la ayuda de las turbas fanatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición hay vanidosos que ansían reducir á sus sirvientes con la ayuda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son víctimas propiciatorias en esas disputas entre mediocres enguantados ó descamisados.