23. LA ENVIDIA: Los sacerdotes del mérito
II.—Los sacerdotes del mérito.
Siendo la envidia un culto del mérito, los envidiosos son sus naturales sacerdotes.
El propio Homero encarnó ya, en Tersites, el envidioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras físicas fuesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple verso nos da la línea sombría de su moral, diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que envidia.
Shakespeare trazó una silueta definitiva en su Yago feroz, almácigo de infamias y cobardías, capaz de todas las traiciones y de todas las falsedades. El envidioso pertenece á una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión ó de desprecio. Sin coraje para ser malo, se resigna á ser vil. Rebaja á los otros, desesperando de la propia elevación.
La familia ofrece variedades infinitas, por la combinación de otros estigmas con el fundamental. El envidioso pasivo es solemne y sentencioso; el activo es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre ó bilioso, nunca sabe reir de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe á contrapelo.
¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado á herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reirse; le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad de toda la especie. Tiene prejuicios aterradores: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba. En la «Comedia Humana», Balzac pudo llamarle Pandolfo y hacerle miope á cualquiera esperanza, ciego á todo porvenir. Como hombre mediocre es un esclavo de su miopía, un prisionero de su tiempo.
El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Es un Horacio para alabar la mediocridad y oponerla al genio; parece poseer mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ellas destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquiera; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde se empampanan de vanidad los mediocres; si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su estéril madurez intelectual, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; vive declamando su admiración y su cariño á los mismos que mataría con la intención si ello fuera posible; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira á desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga á ras de tierra.
Á pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar á los envidiosos en camarillas ó en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando á los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje á la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar á los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia á Sócrates y quien á Napoleón, creyendo igualarse á ellos rebajándolos; para eso endiosarán á un Brunetière ó un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su irreprochable desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia.
El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que lo ignora ó desprecia: gusano que se arrastra sobre el zócalo de una estatua.
Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si fuera una burla á sus vuelos gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas ó decretar un apagamiento de astros!
Todo lo que causa felicidad puede ser objeto de envidia. La ineptitud para satisfacer un deseo ó hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. El criterio para valorar lo envidiado es puramente subjetivo: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo.
Se sufre la envidia apropiada á las inferioridades que se sienten, sea cual fuere su valor objetivo. El rico puede sentir emulación ó celos por la riqueza ajena; pero envidiará el talento. La mujer bella tendrá celos de otra hermosura; pero envidiará á las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas é inferior en una sola; éste es el punto frágil por donde tienta su asalto la envidia.
El sujeto descollante encuentra su cohorte de envidiosos en la esfera de sus colegas más inmediatos, entre los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inevitable de toda culminación profesional, aunque en algunas es más célebre: los cómicos y las rameras tendrían el privilegio, si no existiesen los médicos. La «invidia medicorum» es memorable desde la antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con frecuencia, para deleite de los enfermos sobrevivientes á sus drogas.
El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo fenómeno. Sólo que la admiración nace en el fuerte y la envidia en el subalterno. Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje á la superioridad ajena. El gemido que la insuficiencia arranca á la vanidad es una forma especial de alabanza.
Toda culminación es envidiada. En la mujer la belleza. El talento y la fortuna en el hombre. En ambos la fama y la gloria, cualquiera sea su forma.
La envidia femenina suele ser afiligranada y perversa; la mujer da su arañazo con uña afilada y lustrosa, muerde con dientecillos orificados, estruja con dedos pálidos y finos. Toda maledicencia le parece escasa para traducir su despecho; en ella debió pensar el griego Apeles cuando representó á la Envidia guiando con mano felina á la Calumnia.
La que ha nacido bella—y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la inteligencia—tiene asegurado el culto de la envidia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las envidiosas; en ellas clavarán sus incisivos, como sobre una lima, sin advertir que su desdén las convierte en vestales de la gloria ajena. Mil lenguas viperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las sufrientes fusilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elevarán sus plegarias en forma de calumnias, torvas como el remordimiento que no las detiene pero las atosiga.
Quien haya leído la séptima metamorfosis, en el libro segundo de Ovidio, no olvidará jamás que, á instancia de Minerva, fué Aglaura transfigurada en roca, castigando así su envidia de Hersea, la amada de Mercurio. Allí está escrita la más perfecta alegoría de la envidia, devorando víboras para alimentar sus furores, como no la perfiló ningún otro poeta de la era pagana.
El hombre vulgar envidia la fortuna y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del estado y le prepara ulteriores jubilaciones. De allí que el proletario envidie al burgués, sin renunciar á substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de envidias, perfectamente graduadas por las cifras de las prebendas.
El talento—en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía—es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el mediocre un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror á la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en la política ó en la ciencia, en las artes ó en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande ó pequeña, camarilla de maldicientes ó legión de difamadores; los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela.
La dicha de los fecundos martiriza á los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que lo amargan por toda la existencia; su dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción ó en el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.